1.) No traduzca si el cielo está nublado y usted no puede ver la extensión del horizonte y sea incapaz de notar su desaparición entre el cielo y el mar. No sabrá usted de la amplitud de mundo que desconoce, del color y temperatura de esa geografía a la que se debe acercar y; sin embargo, dejar ajena, dejarla un poco otra, dejarla un poco en su propio tono. A eso le digo misterio o pragmática de la alteridad.
Algo así descubrió Emily Dickinson en su lápiz cuando trataba de sostener una imagen poética que replicara su preocupación:
2.) No traduzca si el ansia del hambre no le deja concentrarse y quiere devorar esa página que no es suya, esa idea y todo su borde confitado; cuando lo único que quiere es disolver ese dulce ajeno en su lengua y dejar desaparecer ese olor inigualable de pan recién horneado en su boca. ¿No sabe usted que traducir es quedar en vilo, quedarse con las ansias de saborear esa fibra de otro ritmo? Lo más importante es reproducir ese antojo; es decir, proyectar ese apetito por la pieza que traduce en el lector. A eso le decimos contención generosa de la voluntad de uno mismo y propagación de la espera, o tarea de quien instruye en el deseo de frutos más allá del horizonte.
3.) No traduzca si no está acostumbrado a sortear distancias, no soportará caminar por la cadena montañosa sin quejarse, le sangrarán las plantas de los pies antes que la cuesta le traiga verbos nuevos; y, por el esfuerzo excesivo, su diafragma no sabrá qué hacer. Usted se perderá los escarpados descubrimientos, porque el viento novedoso será implacable. A eso le llamamos buen pulmón-traductor y resistencia muscular para la tarea translingual, que se asomará a cada instante, mientras escoge usted la palabra, esa bendita palabra que tarda horas en ubicar.
4.) No traduzca si teme a las alturas, no podrá confrontar el vuelo de los cóndores, regocijarse en el vértigo, en la última contorción por alcanzar el otro trapecio: que se aleja siempre, que se va hacia su dicción remota; no podrá usted sostener el aliento; ni dejar cristalizar el coraje para hacer equilibrio sobre la cuerda floja de la palabra entre dos orillas, porque eso indica que usted tiene miedo a la muerte y traducir es morir un poco para hacer retoñar en esta tierra esa planta lejana. A eso le llamamos destreza al aire libre, salto sin garantía y sobresalto nuevo que brota en la inquietud de la juntura de dos lenguas.
5.) No traduzca si no sabe perder la vergüenza, si se ruboriza por el error, madre de toda novedad, encuentro inesperado a la vuelta de la esquina; es decir, absténgase si no sabe hacer de lo errado un terreno fértil. El error es la rajadura en el vidrio que indicará que toda traducción está incompleta y debe señalar su propia imperfección con cierto orgullo, porque esa grieta es el espacio necesario para crear. Hablo de las famosas pérdidas en la traducción, que son más bien oportunidades de nuevas miradas. Imaginariamente, diríamos que se explicita esta necesidad de grieta en el poema 288 de Dickinson, donde una palabra le habla a su amiga sobre su repudio a que la definan, le señala que le parece de mal gusto que la limiten semánticamente y que si tendría que rehacerse sería sólo ausencia:
Traduzca cuando quiera ser nadie, cuando pueda dejarse a sí misma un poco de lado; y, no obstante, se reconozca en la otra lengua, un poco vaciada, pero dispuesta a ser Nadie con usted también.